Mujer iroqués

viernes, 14 de marzo de 2014

EL ISLAM Y LOS CULTOS EVANGÉLICOS (II) El moderado inexistente

La ausencia de una sociedad laica en el mundo islámico puede no parecer preocupante, ya que la mayor parte de los musulmanes son moderados, mientras que los extremistas son sólo una minoría, peligrosa, por supuesto, pero muy reducida.

Ese punto de vista es, de nuevo, erróneo. El católico moderado en un país católico (España, por ejemplo) es el creyente no practicante, que sólo pisa la iglesia en bodas, bautizos y comuniones, y al que las opiniones o creencias de sus vecinos le vienen a dar bastante igual. No es que el catolicismo tienda a la moderación: sucede simplemente que inmerso en una sociedad civil, es decir, laica, su influencia se diluye año tras año, por mucho que la conferencia episcopal se rasgue las vestiduras. Un musulman moderado en un país musulmán vive día a día su religión, está inmerso en ella, y no concibe la discrepancia. Aceptará a regañadientes la existencia de otras comunidades religiosas monoteistas (sólo pueblos del libro, judíos o cristianos) siempre y cuando se mantengan en un segundo plano y nada atraiga su ira.

Las muchedumbres que se echaron a las calles con el escándalo de las caricaturas de mahoma, quemando, apedreando y asesinando, no estaban compuestas de  terroristas y miembros de Al Qaeda, sino de moderados, que mataron a sus vecinos cristianos porque en la lejana Dinamarca alguien publicó un dibujo. La moderación del islam es un fanatismo de bajo tono, alimentado por la tradición, la pobreza y la ignorancia. Y hablamos de una pobreza de raíces profundas, agravada por unas desigualdades monstruosas.

No siempre fue así. Entre los años 50 y 60 surgió una tendencia nacionalista laica en los países musulmanes, encabezada por el nasserismo egipcio. Este movimiento fue visto como una amenaza por Israel, las monarquías del Golfo y los EEUU, que no dudaron en sabotearlo desde dentro, apoyando económicamente a los movimientos religiosos como los Hermanos Musulmanes, una política que se intensificó en los 80 con el apoyo militar a los combatientes yihadistas en Afganistán. Por su parte los nacionalismos fracasaron (y a veces ni llegaron a intentarlo) en su intento de consolidar una sociedad estable y moderna. Tras su hundimiento, sólo quedó el integrismo. Y dado que la inmensa mayoría de los musulmanes siguen viviendo en la pobreza y la ignorancia, este integrismo carece de una alternativa real.

Eso implica que el musulmán moderado ve inadmisible y blasfema la homosexualidad, la independencia de las mujeres, la apostatasia, el ateismo, la teoría de la evolución, o cualquier cosa que vea discordante con su fe y se salga de la norma estricta del Quran. Y por añadidura el peso de la religión en la vida diaria permite justificar cualquier arbitrariedad, no sólo a nivel de calle sino incluso a nivel estatal. No es necesario ir entre los talibanes para ver algo así: pensemos en nuestro vecino Marruecos, donde la legitimidad de su tiranuelo corrupto es inatacable, ya que se le considera emparentado con el Profeta. Todo eso hace que su influencia sea más perniciosa que la de otras creencias.

En conclusión, contemplar al islam como una religión más, sin entender su realidad social, es, además de erróneo, peligroso. No porque sus enseñanzas o mandatos la hagan mejor o peor que otras, sino porque una serie de circunstancias históricas y sociales han hecho del mundo musulmán un caldo de cultivo para la intolerancia.

La prueba es que podemos encontrar un caso similar fuera del mundo musulmán. Por supuesto hay cultos muy fanatizados: judíos ultraortodoxos, mormones, extremistas católicos, testigos de Jehová, literalistas bíblicos, cristianos renacidos...

La mayoría de esos movimientos pueden encontrar situaciones políticas concretas que les permiten ejercer una infñuencia en la vida civil muy superior al que les correspondería por su peso real (tenemos el ejemplo inmediato de la Ley Gallardón, cuyo único sentido parece ser el de contentar a los fanáticos que calentaron la calle a favor del PP en las últimas legislaturas socialistas), pero eso entra dentro de lo esperable en el juego político. En cualquier caso la influencia de estos grupos es local, y viven inmersos en una sociedad civil, luego no parece que sea factible establecer una comparación con el mundo musulmán.

Pero hay una sangrante excepción: los cultos evangélicos que, debido a su vocación misionera, se han extendido por Sudamerica y África. También los tenemos en nuestro país y es posible ver en vivo y en directo sus métodos de expansión. Buscan a gente vulnerable y solitaria, como inmigrantes subsaharianos y sudamericanos, o comunidades relativamente aisladas, gitanos, por ejemplo, y les prestan una ayuda aparentemente caritativa, pero que les ata poco a poco, hasta que los predicadores van organizando la vida de su comunidad no sólo en los momentos del culto sino fuera de él. Esto no funciona fuera de esos círculos ya que, como he dicho, ejercen su presión sobre gente necesitada, ya sea económica o socialmente. El vigor de la sociedad civil española y la tradición católica limitan seriamente su expansión a otros niveles, pero eso no sucede en otros lugares.

En Brasil y Venezuela, dos de sus lugares tradicionales de expansión, las autoridades han procurado tomar medidas para paliar los aspectos más negativos de su influencia (medidas fiscales, por ejemplo), pero hay países donde sucede lo contrario, y no sólo se les ha permitido campar a sus anchas sino que se les ha otorgado peso incluso a nivel legal. Países donde nunca se ha constituido una verdadera sociedad.

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