Mujer iroqués

martes, 28 de enero de 2014

CUANDO SE ROMPE

La amistad es un lazo, y como todo lazo puede romperse.

No siempre es una ruptura como tal, un corte claro y preciso. Hay amistades que simplemente se van diluyendo. Sucede con los amigos que hiciste al comienzo, en tu juventud. Algunos permanecen, porque incluso a esa edad somos capaces de establecer una amistad real y sólida. Otros se van volviendo tenues de forma imperceptible. Un día descubres que han perdido el color y ya solo les ves en grises. Al siguiente notas que son planos, sin relieve. Finalmente acabas por aceptar que sólo os unían unos recuerdos comunes, y que esos recuerdos han quedado muy, muy atrás.

En el fondo esta pérdida no es demasiado dolorosa. Comprendes que vuestros caminos se han ido separando hasta el punto de que, si os conocierais hoy, seguramente no os caeríais bien, mucho menos seríais amigos. Es triste, no voy a negarlo, pero es como funciona la vida. Sigues adelante sin mirar atrás más que de forma ocasional, no ya a esas personas que el tiempo ha convertido en extraños, sino a esos recuerdos que tanto significaron en su momento. Queda la nostalgia, poco más.

Cuando se rompe sí duele. Y sangra. Tanta más sangre cuanto mayor fuera la confianza que depositaste en esas personas.

Puede que lo veas venir desde lejos. Hay algo que va rozando poco a poco vuestro vínculo, de forma imperceptible pero constante. Puede ser una actitud, una forma de hacer las cosas, un malentendido constante. Tal vez no significáis lo mismo el uno para el otro, tal vez haya un desequilibrio.

Y ese desequilibrio va empujando, día tras día, hasta que una mañana todo se desmorona. Será por una nimiedad, algo tan imperceptible como una gota de agua, pero no se trata de eso, el vaso no se derrama por una simple gota, sino por todas las que se han depositado antes. Y, seguramente, la persona que ha dejado caer la gota no sea consciente de que lo ha hecho, y no sea capaz de entender lo sucedido. Pero ha sucedido.

Verlo venir no hace que duela menos. A partir de un momento eres consciente de que sucederá, y al igual que esa gota de agua, el dolor te va erosionando. Te va pudriendo. Como un quiste que se infecta y no deja de crecer.

Cuando todo se rompe, pasado el dolor del chasquido final, hay alivio. Sabes que la herida se cerrará y dejará de supurar. De forma inconsciente te has preparado para ese momento y cuando llega, respiras.

Pero cuando no lo esperas, no hay paliativos. Un día confías, como cada día desde que os conocéis, y de pronto esa persona en la que confías hace algo que nunca creíste posible. Porque, aunque no hay reglas escritas, sabes que hay cosas que un amigo, simplemente, no hace. No puede hacerlas. Y ahí está, delante tuyo, y no das crédito a tus ojos.

Si hay algo que siempre has sabido, es que si te dejan entre la espada y la pared, el culpable es quien esgrime la espada. Así que, por mucho que quieras negarte a creerlo, lo sabes: te sabes traicionado, vendido, engañado.

Roto en mil pedazos.

Es otro tipo de dolor, uno que no podías imaginar, y te golpea con todo su peso, de una sola vez. Te deja sin suelo para los pies, sin aire para respirar. No es largo, no es sordo y supurante como el otro, sino un tajo cruel. Y a tus pies yace vuestro lazo, reducido a añicos.

Quien esgrimió la espada no le da importancia. Él no va a sufrir ni a sentir dolor, porque no ha sido por rutina, ni de forma inconsciente, sino porque se cree con derecho a hacerlo. Un derecho que nunca le diste y que tú jamás te hubieras tomado. Y sabes, igualmente, que te equivocaste. Y duele aún más.

La herida que supura, cierra pronto. La del tajo tardará. Son igual de dolorosas, pero la segunda, aunque más limpia, es más profunda. O quizás es tu desconcierto, que la hace parecer así.

Que no os mientan. La amistad, la confianza, no salen gratis. No las des por hechas, no las dejes a un lado, como un traje en un armario, pensando que el día que quieras ponértela estará intacta. Si no la alimentas, se agotará. Si la tensas día tras día, acabará por romperse.  Si la retuerces, saltará en pedazos.

Y ya será tarde. Porque una vez roto, no puedes volver a unir los trozos.

viernes, 24 de enero de 2014

TENGO UNA AMIGA CREYENTE (por raro que os suene)

A veces, pierdes amigos. Algunos se quedan por el camino, otros toman sendas que tú no seguirás. Unos pocos, los que más duelen, romperán esa confianza que os une, tal vez sin ser conscientes de ello. Y ese es un lazo que no se repara.

A veces, conoces nuevos amigos.

Una de las lectoras más veteranas de este blog suele hacerse cruces cada vez que meto alguna entrada con el epígrafe religión. De hecho, creo que se echa a temblar.

Sí, tengo una amiga creyente*, que, por cierto, ha compartido conmigo otro gran apartado de esta bitácora, el Diario de la Paternidad Responsable, ya que ha sido testigo (y a veces partícipe) de algunas anécdotas que he comentado en esa sección.

Vino a vivir a Madrid hacia 2005, creo, que fue cuando su hija y mi cachorro se conocieron en el colegio. Coincidiamos algunas veces en la recogida, nos veíamos de cuando en cuando en el parque... lo usual entre dos padres cuyos niños se llevan bien. Amigamos por accidente. Literalmente: tuvo uno y yo estaba cerca. A partir de ahí nos cogimos confianza.

Es una recia asturiana de pro, inteligente, muy paciente (tiene dos churumbelas, y ninguna desmerece al mio en lo de provocar dolores de cabeza) y con un gran sentido del humor. Lo necesita, porque me paso mucho con ella. Bueno, lo justo, que no hay que abusar.

Soy una mala influencia: en 8 años no ha logrado meterme en una sola misa, y, por contraste, a ella cada día le da más pereza ir. Eso sí, consiguió entrarme a traición en la gruta de Covadonga y, ni el agua bendita hirvió a mi paso, ni la Virgen lloró sangre al verme ante ella. Así que, según sus propias palabras, aún no lo tengo todo perdido. En mi descargo diré que un cuarto de hora después logré condenar un poco más su alma haciéndola reír a costa del sacerdote que oficiaba en la iglesia, cuya voz se oía alta y clara por los altavoces de la explanada (algún día os hablaré de mi capacidad para predicar con voz sacerdotal y solemne)

Nuestra amistad es beneficiosa para ambos. Yo a veces necesito una colleja desde el lado creyente de la calle y a ella le viene muy bien una mirada escéptica (estuve a punto de arrastrarla a un EEEP como parte contraria, pero al final se rajó la muy cobardica)

Vivimos relativamente cerca y eso ayuda. A veces alguno necesita una válvula para soltar vapor y, dado que el lanzamiento de hijos por la ventana tiene mala prensa, tener alguien con quien compartir esos momentos, ayuda.

Mi activismo ateo-escéptico-vandálico en general la desconcierta, y en ocasiones la incomoda, pero se divierte con mis andanzas, un poco como quien va al cine a ver una de vaqueros. Si me paso mucho, me lo avisa. En otras ocasiones... bueno, creo que prefiere no saber demasiado. Y en otras soy yo quien prefiero cerrar la boca. La amistad tiene sus límites y es mejor no forzarlos.

¿Recordáis el video de la blasfeburguer? Culpa de ella. Estábamos hablando en su casa y le comenté que teníamos la idea de contar en plan videoreceta algunas prohibiciones alimentarias de diversas religiones, y que íbamos a empezar con un sandwich mixto. Entonces me dijo ¿y porqué no una hamburguesa con bacon y queso? así matáis tres pájaros de un tiro a lo que respondí entusiasmado ¡leches! ¡y si nos la comemos en viernes de cuaresma, cuatro! ¡Esta noche escribo el guión!.

Ella murmuró no serás capaz ...

... y vaya si lo fui: el resultado ya lo conocéis. La próxima vez que degustéis una deliciosa hamburguesa, recordad su alma penitente. Aún lamenta haber abierto la boca.

En circunstancias un tanto extrañas fuimos juntos a un casting televisivo. No diré más: mis labios están sellados.

Nuestros hijos siguen entendiéndose bien. De hecho parecen ejercer una buena influencia el uno sobre el otro, y de momento las hormonas no les han jugado ninguna mala pasada. Toco madera, porque el término consuegro suena penoso. Y es agradable saber que mi hijo tiene una buena amiga cerca.

Y bueno, acaba de cumplir los 40 y he decidido que, cuando cumpla los 50, le dejaré llevarme a una misa. Pero cortita. Nada de latines ni viejas cantoras ni monjas con guitarra. Y luego me la llevaré a rastras a una charla. Atada, si es preciso.

Y a la salida, salvo que se haya vuelto vegan... no, no lo veo probable, es asturiana y de buen saque... pues eso, a la salida, nos apretaremos una buena blasfeburguesa.

En viernes santo.

* Católica, apostólica y romana, vamos, creyente como Dios manda.

sábado, 11 de enero de 2014

TENGO ALAS


A veces los sueños te hablan. Esta noche los míos lo han hecho. A gritos. Señalando algo que ya debería saber de sobras, pero a veces lo olvido.

Porque al levantarme y mirarme en el espejo, las vi. Tal y como dijiste.

Me llevé un susto de muerte.

Sé que no han surgido de la nada. Llevan ahí, en mi espalda, muchos años, pero yo no las había visto. Otras personas sí, y daban por supuesto que yo las conocía. Cómo he podido tirarme tantos años sin verlas, es algo que no acabo de entender. Supongo que hay que saber mirar, porque algo así no se esconde.

Pequeñas, no son. Ni redondotas y cursis como las de los angelotes de Murillo. Son grandes, con remeras largas y rectas. Oscuras, con tonos pardos entreverados de negro, y las puntas de las remeras bandeadas en blanco. Si las extiendo, de lado a lado, tocan las paredes. Es muy extraño sentirlo, notar como tus plumas rozan suavemente un muro.

No pesan, ni me incomodan. Supongo que por eso no las había notado antes. No es que ahora las sienta, ahí, en mi espalda, pero cuando por fin las ves ya no puedes hacer como si no estuvieran ahí. Aunque las recojo bajo la camiseta y no hacen bultos, tengo la impresión de que se me notan. A veces la gente se me queda mirando, y creo que es por eso.

Son fuertes, lo he comprobado. Una vez eres consciente no te vas a quedar mirándolas, así que te asomas y miras al vacío. Te da respeto, impone, no puede ser tan fácil como dar un paso hacia adelante y desplegarlas. Tiene que haber algo más pero ¿qué?

Asusta, no voy a mentir. Cierras los ojos, de pronto sientes que tus pies no tocan el suelo, y das un respingo, pero con suerte ese respingo te empuja un poco más arriba. Sigues subiendo, tanto que de pronto te asustas de nuevo, porque en algún momento te darás con el techo. Y cuando abres los ojos, pensando que vas a darte un testarazo, o que verás el suelo subiendo hacia ti, cada vez más rápido...

... ¡sorpresa! no hay techo. O al menos no lo he encontrado. Y he subido muy, muy alto. Sigo teniendo miedo en ocasiones, pero cuando notas el viento en la cara, deja de pesar y simplemente sigo volando.

Contigo.

Me las señalaste. Pensé que estabas bromeando, porque reías al decírmelo. De no ser por ti, aún me miraría al espejo por las mañanas sin notar nada extraño. Debe haber más personas aladas. No sólo las que a veces veo pasar, cogiendo una ascendente, hacia lo más alto, sino muchas de las que caminan por ahí abajo. Sólo que a ellas nadie se las ha descubierto todavía.

Y sigues riendo, y, bromeando, y te quejas de cómo lo dejo todo perdido de plumas. Como sí todas fueran mías. Como si tú no tuvieras las tuyas, firmes, bellas. Con un intenso color de miel. Creo que son mucho más bonitas que las mías, pero, no sé, siempre dices que soy poco objetivo.

¿Te puedo contar un secreto? no te sonrojes, por favor, pero lo mejor de tener alas, lo más especial de volar...

...es volar a tu lado.

domingo, 5 de enero de 2014

HIJOS DE TIRO (VII) Gentes que mueren libres


Los barcos bloquean los puertos y protegen las obras. Muy pronto el espigón avanza hasta los muros: el asalto es inminente.

Sombríos, los tirios se preparan para un último y desesperado intento. La escuadra enemiga no puede desplegarse a la vez, así que aprestan sus trece mejores naves, y los marinos más audaces del mundo embarcan por última vez. Salen en silencio, remando sin ruido, por el puerto occidental. Llegan a mar abierto, forman, y se lanzan contra la flota de Chipre, que patrulla el oeste y no puede ser vista desde tierra.

Parece una locura: trece contra cien.

Y, por un instante, el valor pesa más que los números.

Los buques insignia son arrollados, y con ellos se hunden tres de los reyes que han rendido pleitesía al Macedonio. Las trece naves casi vuelan, embistiendo uno tras otro a los barcos chipriotas. Sin jefes, los sitiadores ven sus galeras dispersas, empujados contra los rompientes, al borde de la derrota. Los tirios cabalgan las olas como nunca lo hizo nadie, como nadie lo hará jamás.

Por un instante.

Tan solo.

Alejandro siente el clamor y comprende lo que está pasando. De inmediato ordena a todos los escuadrones que embarquen y carguen contra la retaguardia de los atacantes. Él mismo encabeza a las naves. Desde los muros, los defensores tratan de avisar a sus hermanos, pero en medio de la batalla los navegantes no oyen los gritos hasta que ya es tarde.

No piden cuartel, ni lo dan. Atacados por todas partes, los trece barcos son destruidos. Algunos marinos logran echarse al mar y ganan el puerto a nado. No todos lo consiguen. Los gritos de los vencedores apagan la voz de un puñado de valientes, agotados, agonizantes, que murmuran su última plegaria al mar antes de desaparecer bajo las aguas, como tantos que les precedieron:

Madre, devuelvo el remo.

Días después, los arietes están ante el muro. El monarca exige la rendición. No hay respuesta, y los macedonios se abalanzan, para ser rechazados una y otra vez. Las torres de asalto caen bajo los garfios, las escalas se hunden bajo la lluvia de proyectiles. Tiro luchará su última batalla hasta el final.

La falange es rociada con arena de vidriar, calentada al rojo vivo por los artesanos. Los granos ardientes entran en las armaduras y cuando los soldados, desesperados, se las arrancan, llegan las flechas. Los cuerpos se amontonan al pie de la muralla. Alejandro también arde, pero de ira.

Los arietes golpean los muros occidentales, menos formidables, hasta abrir una brecha en el puerto meridional. El Macedonio ordena que las mejores tropas se preparen para el asalto final. La escuadra lanza un ataque contra los dos puertos de la isla y el resto de las huestes asalta toda la extensión del muro para agotar a los defensores. Con su Rey al frente, la falange avanza imparable, pese a que los tirios se cobran cada metro en sangre. Tras meses masticando su negro odio, el Monstruo pone sus pies en la ciudad, mientras sus barcos rompen las barreras y entran en los puertos.

Es la hora de la carnicería.

Los habitantes corren a la brecha, parando momentáneamente la acometida, sin más muro que sus pechos. Alejandro logra contener el furioso contraataque y avanza sobre centenares de muertos. Los tirios se parapetan casa por casa. y desde cada tejado, ventana o puerta los invasores siguen recibiendo fuego. Los que, confiando en la victoria, buscan un botín fácil, descubren que las tiriotas no son menos valerosas que sus compañeros, y mueren matando a los que intentan violarlas.

El Macedonio por fin es libre de mostrar su verdadero rostro. Ocho mil tirios mueren luchando, dos mil son crucificados por orden expresa de la Bestia. Todos los adultos capturados son degollados, salvo los refugiados en el templo de Melkarth: Alejandro lo quiere intacto. 

El resto de la población es entregado a la venganza de las tropas, salvo los que logran alcanzar los puertos: los marinos de Sidón, horrorizados, les dan refugio en sus barcos, defendiéndoles con sus propias vidas.

Tras la matanza, Alejandro goza su triunfo. La falange escolta al rey por el espigón hasta el templo, para ofrecer el sacrificio. Ordena juegos gimnásticos y carreras de antorchas por las calles arrasadas. Finalmente, deja en el templo el ariete que dio el primer golpe a los muros, junto al barco sagrado de Melkarth.

Tiro no volverá a ser una isla. Hoy, el espigón sigue uniéndola al continente, prueba milenaria del buen hacer de los ingenieros griegos y el furor de un asesino arrogante.

El lugar, parcialmente reconstruido, es repoblado con colonos de otras ciudades fenicias y algunos griegos, bajo el gobierno de un monarca títere. La fundación de Alejandría supondrá el golpe final para los puertos. Los fenicios ya no volverán a navegar. 

Empero, mantendrán vivas su lengua y costumbres, junto a las artes de la púrpura y el cristal: sus únicos medios de vida , ahora que los caminos del mar les han sido negados.

Siglos después, San Agustín se establece en Hippona, una de las muchas colonias fenicias que un día perlaron la cuenca del Mediterraneo. Allí se sorprenderá al ver gentes cuya lengua apenas es capaz de entender, que no cultivan ni apacentan rebaños. Con curiosidad, el obispo les interroga, quiere saber quienes son ese pueblo, tan distinto a otros. Su respuesta le sorprende aún más, porque el nombre que escucha parece surgir de los relatos bíblicos más antiguos:

Somos los cananeos. 

Los últimos hijos de Tiro.