Mujer iroqués

sábado, 4 de septiembre de 2010

DIARIO DE LA PATERNIDAD RESPONSABLE (I)


¿Os suena este escenario? Estás tan a gustico con tu pareja y lleváis una vida más o menos relajada. Tras un tiempo viviendo juntos habéis logrado encajar vuestras rarezas y las cosas van bien. No estáis forrados pero os llega el dinero para pagar la hipoteca y permitiros algunos vicios. Salís regularmente, vais al cine, veis a los amigos… y entonces un día a uno de los dos (o a ambos) se le cruzan los cables y decide que ha llegado la hora de complicarse la vida trayendo al mundo uno o varios pequeñuelos. Es algo natural, una etapa lógica, habéis madurado, la llegada de un adorable bebé cimentará vuestra relación, vuestro amor es tan grande que necesitáis compartirlo con una personita de vuestra sangre y vuestra carne… bla, bla, bla…

Todo eso son tópicos: no es el deseo de realizarse como padres, ni el tantas veces mentado reloj biológico, sino pura y simple ignorancia. No tenéis ni idea de dónde os estás metiendo.

Lo bueno de esa ignorancia es que es una garantía de supervivencia para la especie. Si de verdad supiéramos la que se nos viene encima no nacerían ni la décima parte de los niños, y eso sería un desastre económico. Pensemos en toda la gente cuyo jornal depende de nuestros vástagos: pediatras, pedagogos, vendedores de chuches, fabricantes de potitos-pañales-mobiliario-ropa, diseñadores de pokemones, digimones, gormittis y demás basura plasticosa… Por duro que sea reconocerlo, la sociedad sigue en marcha gracias a nuestra ignorancia. Por añadidura, la única forma de superarla es tener descendencia y entonces es demasiado tarde para arrepentirse.

Lo que sigue es un resumen-diario-esquema de nuestra experiencia parental, y cómo ha afectado a nuestro modus vivendi. No pretende ser una guía del usuario ni un aviso para navegantes, porque cada pareja tiene su propia vivencia y no hay dos niños iguales. No obstante creo que la mayoría de mis conocidas encontrarán que algunas situaciones les resultan… ¿familiares? y confío en que no duden en compartir con nosotros sus propias anotaciones. He dicho conocidas, porque salvo honrosas excepciones mis amigas siguen criando a sus polluelos casi en solitario, pero esta es mi historia y sólo puedo contarla desde mi punto de vista, que es masculino y, en consecuencia, bastante sesgado. 

I. PRELIMINARES

Debo reconocer que vi mi futuro con bastante antelación. Cuando mi chica y yo llevábamos un par de años juntos, ella dejó caer, como quien no quiere la cosa, que tenía previsto tener un hijo, y que avisado quedaba. La verdad es que nunca me había planteado el tema, pero esa noche le di un par de vueltas y llegué a la conclusión de que si era con ella, me parecía bien, y seguimos adelante. Años después empezamos a vivir juntos y un día me dijo que era un buen momento para ponernos con ello.

Dado mi natural estoico y sacrificado no puse objeciones y pusimos manos a la obra. Bueno, manos, lo que se dice manos, no: archivamos la cajita de condones y nos pusimos a follar como si no hubiera un mañana, día sí, día también. Eso fue a finales de junio y a partir de ahí cogimos carrerilla: en agosto pillamos las vacas y del polvo diario pasamos al doblete e incluso al triplete (mañana, siesta y noche). Dicho sea de paso estuvimos una semanita en el parador de Córdoba, antiguo convento de clausura, y debo reconocer que refocilarnos húmedamente en lo que una vez fue la celda de una monja tenía su morbillo.

Follar con un objetivo en mente está muy bien. Es como hacer deporte: la primera semana te resientes de las agujetas y acabas sin aliento dos de cada tres veces, luego el cuerpo coge tono, la columna adquiere flexibilidad, las articulaciones dejan de chirriar y acabas haciendo cosas que un par de meses atrás parecían inimaginables. Por supuesto el estado físico varía mucho: unos días te sientes Eisenhower lanzando oleada tras oleada de aguerridas tropas contra las playas de Normandía, y otros es más un estilo LRDG, pequeñas pero audaces infiltraciones de comandos tras las líneas enemigas*. 

Y así, tras tres meses de duros combates un anónimo y heroico soldadito traspasó las defensas y alcanzó el objetivo.

Cuando mi chica me vino con el predictor en la mano se sentó sobre mis rodillas y nos dimos un abrazo y un besazo. Por suerte lo hicimos en ese orden, porque en ese momento me entró la flojera de piernas y el tembleque tobillero: si no llegamos a estar bien sujetos ella se hubiera dado una buena culetada contra el suelo. No era miedo, era una mezcla de emoción por la tarea cumplida y mareo repentino al comprender que la cosa estaba en marcha y no había vuelta atrás. Pocas veces he notado una sensación tan… definitiva.

En las siguientes semanas pasamos los controles de rigor, nos relajamos un poquito y les dimos un descanso a nuestros genitales. En ese momento pensé que acababamos de pasar lo que serían los meses más orgiásticos de nuestra vida, pero había llegado el momento de tomarnos las cosas con más calma y seriedad. 

Me equivocaba y mucho. Pero mucho, mucho, mucho.  Para mi sorpresa, estaba a punto de descubrir el éxtasis religioso.

* Lo de mi vicio con la segunda guerra mundial lo contaré otro día que tenga el ánimo más freakie.

4 comentarios:

pampa dijo...

¡Sigue!

molinos dijo...

Peñas tío..esto no tiene nada que ver con la paternidad responsable..esta es la parte divertida, cuando no tienes ni idea de la que se te viene encima y crees que cuando nazca el churumbel todooo seguirá igual pero mejor....

estoy deseando leer esa parte....

José Antonio Peñas dijo...

En efecto: luego llega la parte de las preguntas existenciales, como la de ¿qué contienen los potitos? ¿Oro moildo? Porque con ese precio no me creo que sólo sea frutita, o aquella otra de, si el bebé no sabe lo que es un reloj ¿Porqué siempre elige para cagarse el preciso instante en el que estás empezando a coger el sueño?

Paranoica empedernida dijo...

¿Hoy es la semana de la paternidad en la blogosfera?

Yo estoy empezando a dejar de tenerle asco-terror a los cachorros humanos... pero me da a mi que si sigo leyendo se va a reafirmar mi ausencia de instinto maternal.