Mujer iroqués

lunes, 7 de junio de 2010

¡Dinosaurios! (II)


Como ya apunté anteriormente, estamos rodeados de tierra de cereal y encinares, y la avifauna, poco a poco, va colonizando el casco urbano. Me fjjé en ello por primera vez hará unos diez años, cuando vi un pajarillo de lejos cuyos movimientos me resultaban extraños, porque no se parecían a los de los gorriones. Desde entonces he tomado nota de unas cuantas especies, a veces por su forma de moverse o volar, más a menudo escuchando un canto que no me resultaba familiar y en ocasiones de forma bastante imprevista, encontrándomelos de sopetón en algún sitio inesperado.

Ese primer encuentro fue con las lavanderas (Motacilla alba, el nombre es tan cuco como su dueña). De lejos vi unas avecillas esbeltas, que caminaban dando pasos largos y hacían un gracioso movimiento con la cola, larga y rígida. De ahí reciben su nombre, ya que baten rítmicamente la cola, como hacían las lavanderas antiguamente con la pala de lavar. Tienen el lomo gris ligeramente azulado, cara blanca con capirote negro, un babero negro que baja hacia el pecho y marcas blancas y negras en alas y cola. Cuando vuelan lo hacen de forma muy llamativa, como a saltos, probablemente para comunicarse con la exhibición de las manchas. Parecen los seres más frágiles del mundo, pero ese misma avecilla medra en las estepas del centro de Asia y sobrevive en la cordillera del Himalaya, en alturas donde un humano moriría a la intemperie.

Un par de primaveras más adelante me quedé anonadado al pasar cerca de una escuela infantil que tiene un área densamente arbolada, porque se oía un concierto asombroso: trinos de tonos muy altos, variadísimos, unas veces vibrantes, otras largos y sostenidos, sin cejar ni un instante. Me detuve para buscar a los tenores, lo que motivó que se callaran al momento, pero tras estar unos minutos inmóvil los pájaros retomaron su tarea y pude buscarlos. Costó bastante, porque cuando están parados en medio del follaje, los verdecillos (Serinus serinus) son casi invisibles.

Son menores que un gorrión común, y más esbeltos. Su color es pardogrisáceo con matices verdes o amarillos en el pecho, y cuando vuelan despliegan manchas de un intenso verde amarillento en la espalda y las alas, casi fosforescente mientras brincan por el aire sin dejar de cantar ni un instante. Oyendo su canto uno pensaría que hay una bandada entera en cada árbol, pero son muy territoriales y en general la escandalera la está montando un sólo macho mientras pone cara de hola, soy una inofensiva hoja. No alcanzo a entender que un pecho tan diminuto produzca semejante volumen de música, pero ahí están. A la hora de comer se vuelven más sociales, y en los descampados pueden verse grupos de hasta una docena picoteando en medio del cañizo y echándose al aire al unísono si te acercas demasiado, con un repentino chisporroteo de color.

En una ocasión vi (y oí) a un pariente suyo muy popular, un jilguero (Carduelis carduelis, sospecho que le van los carrizales), pero debía ser algún ejemplar despistado porque no lo he vuelto a encontrar.

En cambio los petirrojos (Erithacus rubecula, vaya ascazo de nombre ¿verdad?) son visitantes asíduos, sobre todo cuando asoma la primavera. Son muy discretos y sólo les delata su canto, una suerte de chirriditos cortos de tres a cinco notas y trinos acabados como en interrogación, que se repiten con variaciones tras una pausa. Hay que fijarse con detenimiento, porque suelen ocultarse bien, manteniéndose pegados al tronco del árbol de modo que sólo vemos un dorso gris ceniza, pero en cuanto les da un rayo de sol se distingue su pecho rojizo. Como son bastante confiados puedes observarles un rato largo, a condición de no moverte bruscamente: alguno se ha quedado cantando a menos de medio metro de mi nariz, y mira que uno es tirando a feo y poco tranquilizador. Siempre van de a uno, nunca les he visto en grupos, y pasado un par de meses vuelven a hacerse invisibles hasta la próxima primavera.

También tenemos dos especies de páridos: herrerillos (Parus caeruleus) y carboneros (Parus major). Con mucho son los pajaros más bonitos que pueden verse por aquí, pecho amarillo y verde muy vivo, el herrerillo de espalda azul y careta blanca con antifaz, babero y collar negro, el carbonero de lomo más grisaceo, una franja negra de pecho a vientre y un amplio caperuzo negro con mejillas blancas. Su canto es muy peculiar: dos o tres notas de tono ascendente, una suerte de pi-pi-pú, repetidas con una breve pausa, a veces entonadas por un par machos desde el mismo árbol, luego no deben tener tan mal genio como los verdecillos. La última vez que me encontré con uno, un herrerillo concretamente, estaba posado en un tronco, casi a la altura de mis ojos, y pudimos observarnos un rato largo, yo inmóvil y el meneando la cabecica a cada poco, como buscando un buen ángulo para estudiarme.

Todavía hay otro pajarillo en nuestros jardines, pero aún no he logrado identificarlo: es muy tímido y no deja que nadie se acerque a más de 10 metros. Dado lo chiquito y estilizado podría tratarse de un carrizero (Acrocephalus scirpaceus, pero a mí no me parece que sea demasiado cabezón) porque en nuestros parques hay muchos estanques con cañaveral, pero sospecho que pasará un tiempo largo antes de que pueda asegurarlo con precisión.

1 comentario:

Miguelón dijo...

Pues aquí en mi ciudad, Orense, vengo observando estos últimos años que se está haciendo más frecuente ver jilgueros en pleno centro urbano. Incluso sospecho que han llegado a criar en alguna de las avenidas más céntricas, un lugar nada apropiado para las especies más tímidas. En Otoño e Invierno encuentran una buena fuente de alimentación en las semillas de los plátanos y estoraques (Liquidambar styraciflua), pero el resto del año me imagino que tienen que recorrer un buen trecho hasta encontrar las semillas de herbáceas que consumen normalmente.